Pedro
Armella vivía en el bajo, un área ubicada en el extremo del Gran Delta que
forma el río Paraná, en su desembocadura sobre el Río de la Plata. Acostumbraba
recorrer la zona en su bote, todos los fines de semana y llevar consigo una caña de pesca. Después
de trabajar duramente en el aserradero, era preciso relajarse en ese ambiente
natural.
Era viernes y la luna iba remontando. La
angosta embarcación le permitía zigzaguear
entre las tupidas ramas de los sauces que colgaban y se enlazaban con
los totorales. Se detuvo para prestar oído a un rumor desconocido, un eco que
de a poco fue debilitándose, perdiéndose entre las herbáceas, pero que,
igualmente, inquietaba. De todos modos amarró el bote a una rama que pendía a
su derecha. Preparó los elementos para la pesca y en esa “guarida natural” se
acomodó a la espera de alguna señal en el agua.
Una leve y fresca brisa estremecía los
árboles de la orilla. El río lamía la pequeña embarcación y le arrancaba unos
ruidos como de succión.
Pedro estaba acostumbrado a la soledad del
Delta, a los diversos sonidos nocturnos, aunque el que había llamado su
atención, le resultó infrecuente.
Atento al movimiento de su caña, retrocedió
con rapidez el carrete y extrajo del agua una bota con cordón, semejante a la
que él usaba. Miró detenidamente el calzado y descubrió con asombro que era la
suyo. Pero, ¿cómo había llegado al agua? ¿En qué momento se lo quitó? No lo
recordaba… Seguidamente, colocó una nueva carnada al anzuelo, lo arrojó al agua
y se propuso olvidar el hecho. Por segunda vez vibró la caña y Pedro arrastró
un trapo hasta el interior del bote. Lo escurrió y lo extendió…Notó absorto la
costura del parche que había cosido su madre… Quedó obnubilado, al borde del
delirio. Pedro palpó su torso desnudo y diose cuenta que era su camiseta la que
había quedado prendida al anzuelo. Temblaba aunque no hacía frío. Temblaba ante lo inexplicable. Miedo. Locura…
El agua comenzaba a envolver las rocas y
plantas de su margen. El bote ondulaba entre los pliegues del río. Iluminado
por el claro de luna, Pedro se quedó quieto, reflexivo… Contuvo el llanto. No
debía llorar en tal circunstancia. Luego, acondicionó la caña y suspirando
profundamente, reanudó su actividad pesquera. Pero, por tercera vez, la caña
osciló y con cierto recelo, corrió el carrete hacia atrás y sacó del río una
prenda más… Convencido de que la locura
era como un torrentoso veneno que infectaba su sangre, lloró y gritó
amargamente en esa oscura zona de islas deltaicas.
Más tarde, comenzó a llover. El agua lavaba
el rostro y el cuerpo tendido de este hombre recluido en una asombrosa
naturaleza. Tuvo recuerdos. Sucesos acaecidos años atrás, en su adolescencia…
El río, la pérdida de su padre, las inundaciones, su soledad perpetua…Eran
flashes intermitentes…Las horas pasaban y Pedro continuaba de cara al cielo
dentro del bote. El aguacero iba amainando.
Surgía ante él, un silencio de muerte en el
agresivo paisaje. Un silencio que iba cediendo el paso a voces confusas,
extraños rumores de medianoche, suspiros que se ahogaban y que anunciaban la
presencia de algo maligno, que no era visible, pero cuya aproximación se
notaba.
Pedro enderezó la cabeza, se sentó y con
pocas fuerzas, desató el bote. Tomó los remos e intentó salir de ese sector
abovedado del río. Pronto, las aguas se
arremolinaron y se precipitaban en repetidos borbotones fangosos. Con
dificultad, cruzaba entre los carrizales y juncos. Las márgenes surgían como
murallas sombrías y frondosas. El paisaje parecía cerrarse sobre la barca y
estrechar toda posibilidad de escape.
El hombre volvió a escuchar aquel insólito
eco, aquel murmullo que lo había atraído hasta el sector extraordinario donde
aparcó. La locura, a veces, no es otra cosa que la realidad presentada bajo
diferente forma. Todo lo sucedido no tenía sentido, sin embargo, ocurría.
La noche extendía sus ligeras alas de bruma
sobre las orillas. Un desequilibrio térmico
se pronunciaba y se manifestaba progresivamente, con la llegada de
fuertes vientos, grandes nubes y, culminó en una violenta precipitación. La
tempestad se desató y torció su camino…
Por la mañana, un rayo de sol serpenteó
fugitivo entre las ramas de los sauces, derramando
chispas
de luz sobre el agua. La tormenta había quedado atrás. El río se mostraba poco
agitado…
Un isleño madrugador se acercó a la orilla y
se detuvo frente al inesperado hallazgo: un bote semihundido y a pocos metros,
un hombre desnudo flotaba inerte.
El eco misterioso sopló como brisa que se
cuela entre la arboleda…Gradualmente, se fue apagando en el silencio mezclado
de trinos, en el bajo Delta.
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