La
noche nacía fría y serena. En ella brillaban las estrellas como luces
intermitentes. El viento envolvía las horas mezcladas de frescura. La luna era
testigo de cada sonido en el aire. Liz se apoyaba sobre el tocador para
resaltar sus labios y acomodar su cabello rubio y ondulado. Vestía diminutas
prendas coloridas y tacones muy altos. Entonces, se observó frente al espejo,
se perfumó y sonrió. Tenía prisa. Se dirigió tan velozmente como pudo al
encuentro de la música, el humo y el alcohol: su mundo.
La discoteque ardía entre risas y
movimientos. Sus reflectores al girar, marcaban las diversas siluetas al compás
de los sonidos abrumadores. En este lugar, entre sombras y luces, un hombre
observaba a Liz obsesivamente. Aquél, no podía entender la distancia que lo
separaba de esa mujer. Sentía una profunda nostalgia.
Abruptamente ella salió del lugar. Caminó
temerosa hacia la cochera; se sentó en el auto quitándose la peluca rubia. No
entendía qué estaba sucediendo. Su corazón latía aceleradamente pues, oyó que
alguien se acercaba. Liz cerró los ojos (…)
Ella paseaba por la larga Galería de Arte. Contemplaba sus pinturas con
tristeza, viendo en ellas, un pasado que la perseguía a través del tiempo. Era
tímida y sumisa. Vestía ropas amplias y lúgubres. Se recogía el cabello en un
prolijo rodete. Su expresión era el color; sus palabras, el pincel. La pequeña
fama causaba en ella el único momento de dicha y realización.
Una niña llorando al pie de su cama, se
reflejaba en su última creación: el fondo gris oscuro y las manos de un hombre
se teñían entre lágrimas y matices. Jamás hablaría de aquello que no podía
olvidar. ¿Por qué recordarlo con tanta precisión? Su nombre era Karen, una
artista de bajo perfil, de esperanzas y sueños humildes. Ella salió de aquella
galería, a altas horas de la noche, sin rumbo fijo. Desorientada se recostó
sobre el banco de una solitaria plaza. Luego, contemplando el cielo, se dejó
llevar por el cansancio y cerró los ojos (…)
Liz odiaba la presencia de Karen, su recatada
manera de actuar. Sentía fastidio y necesitaba deshacerse de esa imagen moral
que señalaba sus pasos. Pero, cómo hacerlo… dado que las noches se hacían
cortas entre el bullicio y la ilusión, su personalidad deseaba que no llegara
nunca el amanecer. No quería volver a su cuarto oscuro, silencioso y vacío.
Karen nunca estaba presente cuando ella la precisaba. Aunque vivían juntas,
llevaban vidas separadas; ignoraban sus deseos y proyectos. Eran
individualmente libres. Por eso, Liz había decidido darle fin a esto… la
esperaba aquella madrugada fumando nerviosamente, casi descontrolada. Pero
Karen no llegaba. Fue así que cambió su plan. Se dirigió a la cocina y buscó un
pequeño frasco escondido en la alacena. Vertió la sustancia en los alimentos de
Karen. Sonrió…
Al día siguiente, llegó al departamento ese
hombre. Él todavía la amaba. Venía con la esperanza de reconstruir su historia
con esta mujer. Golpeó la puerta. Nadie respondió. De todas maneras continuó
llamando a gritos, preocupado e imaginándose lo peor. Por ese motivo, el
portero del edificio acudió alarmado por los gritos del visitante. Tomó las
llaves, abrió lenta y temerosamente la puerta. Sus ojos permanecieron fijos en
el suelo. No entró (…)
-
¡Liz! ¿Por qué?-exclamó
el hombre conmovido.
La mujer yacía muerta sobre la oscura y
mullida alfombra. En sus labios se dibujaba una mueca de triunfo. Parecía
sonreír. El hombre llorando, la tomó entre sus brazos y en un hilo de voz,
pronunció: “¿Por qué te has ido sin mí, amor?”
Las cortinas se agitaban violentamente por el
viento impetuoso que cruzaba el living. Ahora, silencio y dudas partían el
tiempo como una daga. El portero salió en busca de ayuda. Demasiado tarde… Ella
se escondía entre los brazos de un amor sin consuelo.
El hombre suspiró (…)
De mi libro
"Luces y sombras", Ediciones independientes Rubén Sada, 2011.
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